
«Los Errantes», de Olga Tokarczuk, Premio Nobel de Literatura 2018, es un libro extraño pero hermoso. Aunque tiene una narradora, no es una novela tradicional; aunque su lenguaje está colmado de bellas y sugerentes imágenes, no es un poema; y aunque desmenuza con precisión quirúrgica el tema del viaje, tampoco es un ensayo. Es quizás todo lo anterior y en eso radica su originalidad y su atractivo.
Visto al microscopio, es un libro compuesto por múltiples historias, anécdotas, reflexiones, textos largos y cortos. A ratos se lee como un recuento de memorias; a ratos, como relatos aparentemente sin conexión entre sí pero que intuimos que se relacionan con la idea del movimiento, de ese cambio constante del que nadie escapa -ya lo decía Heráclito hace miles de años y Machado hace menos tiempo- y que algunos buscan acelerar yendo al encuentro de nuevas realidades, situaciones y lugares; en una palabra, viajando.
Juguetona y a la vez elegante, la voz de la narradora otorga una buena dosis de unidad a este fragmentado texto que nos hace saltar de un lugar a otro, a veces de un siglo a otro. Ella es una errante, una de esas personas que no echan raíces: “No me nutro de la savia de la tierra, (…) Mi energía es generada por el movimiento”. Es una viajera empedernida que, además, dice tener un “síndrome” que la hace ir hacia todo lo defectuoso, lo imperfecto, lo roto, todo lo que se aparta de la norma; tiene la convicción de que es “ahí donde el verdadero ser sale a la superficie y revela su naturaleza” y eso es lo que busca en sus viajes.
Historia tras historia, la acompañamos en sus peregrinaciones que van siempre “en pos de otro peregrino”; uno malogrado, hecho pedazos. Algunos relatos están narrados en primera persona, escenas que vivió en hoteles, aeropuertos, trenes, salas de esperas, encuentro con viajeros singulares o conversaciones oídas al pasar. Un verdadero gabinete de curiosidades: discusiones con ictiólogos creacionistas, con personas que viajan a lo largo del meridiano cero y muchas más, así como experiencias raras como la de esa llave de hotel de la pieza número 9 que todos pierden, y ella también. Todo esto, entreverado con fragmentos de las charlas que, en un aeropuerto, da una pareja de científicos muy serios sobre “la Psicología del viaje”, en un registro que desentona con el ánimo de los pasajeros y que hace ver la situación a ratos bastante cómica.
También hay relatos en tercera persona, historias que para mi gusto son las mejor logradas del libro y donde Tokarczuk nos transporta a universos tan disímiles como cautivantes. La de aquella mujer que desaparece con su hijo en una isla por tres días durante sus vacaciones, para desesperación y obsesión de su marido; la de la madre que abandona a su atribulada familia y se pasa el tiempo viajando en una misma línea del metro sin salir a la luz del día; o la del conductor de un ferry que hace el mismo trayecto en línea recta, llevando y trayendo pasajeros desde y hacia una isla hasta volverse loco.
La isla es ciertamente un tema recurrente, lo mismo que los mapas y el cuerpo humano. Cartografía y anatomía se mezclarán así en varias de estas historias de peregrinos antiguos y presentes. Todos viajan de un punto a otro y en el proceso, transforman su noción del tiempo intermedio, esa especie de limbo o tiempo insular; el tiempo del viajero que parece ser distinto al del que no está en movimiento.
Invita a la reflexión esta singular y bella lectura que la misma autora llamó “novela de constelación”. Surge inevitablemente la pregunta de por qué viajamos. ¿Qué queremos encontrar? ¿El objetivo va cambiando durante el trayecto? ¿Qué conservamos de nuestros viajes? Continuar leyendo «Vida de viajes o el viaje de la vida»