El libro y el acto de leer pueden dar origen a grandes obras de arte, sobre todo si el que sostiene el pincel se llama Fray Angélico, Pablo Picasso o Edward Hopper, por mencionar algunos de los pintores incluidos en “L’Art de Lire, de la Renaissance au XXe siècle”, de Editions Artlys, una verdadera joyita que encontré la semana pasada hurgando -¡sí, nuevamente!- en la tienda de un museo, esta vez, el Petit Palais en París.

En poco más de 70 páginas del tamaño de postales, este pequeño libro da cuenta de 30 pinturas realizadas por artistas desde el Renacimiento hasta el siglo XX: Van Gogh, Renoir, Durero, el Greco, Cézanne, Magritte y tantos otros que se dejaron llevar por alguna escena de lectura o de escritura y que, reunidos, constituyen un interesante elogio del libro a través del tiempo
Más que leerlo -aunque sí tiene buenos comentarios-, este libro se mira y se vuelve a mirar, una y otra vez, sin que canse. Porque pese a que el tema es el mismo, cada obra es un mundo diferente de colores, detalles e intenciones. Ordenadas cronológicamente, las pinturas van revelando el transcurrir de la historia, los cambios sociales y las nuevas prioridades de cada época a través de la mirada que cada artista da a este pequeño objeto, el libro, el cual va adquiriendo distintos contenidos, significados y usos con el paso de los siglos.
Así, las primeras obras son de carácter religioso y el libro por excelencia es la Biblia o el Libro de las Horas, que vemos en manos de la Virgen María, en varias escenas de la Anunciación, como la famosa de Fray Angélico (1425-1428) o de María Magdalena en la pintura de Piero di Cosimo (1501). Tanto en el Renacimiento como en el Barroco el libro es representado como objeto de atención de eruditos: San Agustín escribe en su estudio repleto de folios, en la obra de Carpaccio (1503-1507) y San Jerónimo traduce la Biblia en la pintura de Caravaggio (1605-1606), entre otros ejemplos.
Pasa el tiempo y ya los libros perfilados en las pinturas son más variados; se trata de obras filosóficas, tratados de ciencia, o enciclopedias, propio del siglo de las luces. Los que sostienen un libro en sus manos ya no son santos sino un “Químico en su laboratorio”, como en la obra firmada por Jean Siméon Chardin (1734), o mujeres como la marquesa de Pompadour, pintada por Maurice Quentin de La Tour (1755).
De a poco van a apareciendo lectores comunes y corrientes: el niño tan tierno que se ha quedado dormido sobre su libro en el cuadro de Jean-Baptiste Greuze “El pequeño perezoso” (1755), o la conocida “La Liseuse” (1772) de Jean Honoré Fragonard, ícono del Rococó, que muestra a una joven de vestido amarillo leyendo (quizás) una novela.

La paleta de lectores se hace de lo más variada cuando pasamos al siglo XIX y para qué hablar del XX. Leen los niños, las parejas, muchas mujeres, algunas vestidas otras desnudas; leen los poetas pobres, otros más acomodados y no pocos malditos. Leen con avidez también los bibliotecarios, como lo muestra la pintura de Carl Spitzweg, “El Ratón de Biblioteca” (1850), una de mis preferidas de esta serie, ya que el hombre en la escalera se las arregla para sostener no uno sino cuatro libros, entre manos, codo y piernas. Tal es su apetito por leer.
Todos parecen tener acceso a la lectura ya no solo de libros sino también de diarios y revistas, y leen donde sea, incluso en el lobby de un hotel, como en el cuadro homónimo de Edward Hopper, de 1943.
Difícil elegir entre tantas y tan variadas pinturas, pero las que más llamaron mi atención en este pequeño volumen son las que representan a sujetos totalmente absortos en la lectura. Aquellas donde el personaje central del cuadro no solo nos ignora a nosotros, los mirones, sino también a su retratista y a todo lo que lo rodea, porque está tan metido en su libro que nada externo a él o ella los perturba.
El libro aparece así como una misteriosa puerta a un mundo paralelo al cual únicamente el lector ha entrado y por más que miremos detenidamente la pintura y observemos la escena desde afuera, no podemos saber de qué se trata. Algo está ocurriendo silenciosamente entre el lector y el libro, pero no tenemos acceso a los detalles. El talento del artista, sin embargo, logra hacernos vislumbrar una acción que no podemos ver y nos permite intuir ese “fértil milagro de comunicación realizado en soledad”, como describía Marcel Proust la acción de leer.

Gracias a estudios en neurociencia sabemos que lo que está sucediendo en ese momento es una compleja actividad neuronal y una acentuada conectividad cerebral donde no solo se activan las zonas del cerebro relacionadas con la comprensión del lenguaje sino también las áreas sensorio-motoras primarias. Neuronas de esta área están asociadas a la capacidad de representar o hacernos creer que estamos realizando una acción que en realidad no estamos haciendo.
“Estos cambios neuronales que encontramos asociados a sensaciones físicas y sistemas motores sugieren que leer una novela puede transportarnos al cuerpo del protagonista”, dice el profesor Gregory Berns, en una publicación de la Universidad de Emory en Atlanta, EE.UU., donde lideró un estudio sobre la materia. “Ya sabíamos que una buena historia podía ponernos en los zapatos de otro, en un sentido figurado. Ahora estamos viendo que puede que algo esté ocurriendo también a nivel biológico”, señala en el mismo reporte.
Ustedes y yo somos todos buenos lectores y podemos identificarnos fácilmente con esa experiencia. Podemos también reconocer la expresión y la absorción de quien lee profundamente y admirar, por ejemplo, el genio de Pierre Auguste Renoir, capaz de asir el momento en que la lectora y sus agitadas neuronas es transportada a otra realidad gracias al libro que tiene en sus manos. Este pintor impresionista lo logra de maravillas en “La Liseuse” (1874-1876), donde la joven y el libro se iluminan mutuamente entregando como resultado una pintura íntima y llena de gozo.

Menos plácido es el cuadro de René Magritte, “La lectrice soumise” (1928), otro de mis favoritos de esta selección, por la fuerza con que muestra la inmersión de la mujer en lo que está leyendo, al punto de parecer gritar ¿de sorpresa? ¿de espanto? ¿de alegría? Solo ella lo sabe. Un guiño, sin duda, de parte de este pintor surrealista quien dijo que “no hay respuestas en mis pinturas, solo preguntas”.
“Intérieur, femme lisant” (1880), de Gustave Caillebotte cae también en esta categoría de mis obras preferidas sobre el tema, porque además inserta la lectura en una cotidianeidad absolutamente doméstica. La pareja lee en el salón de su casa probablemente, después de lo que pienso fue un buen almuerzo y aunque cada uno está absorto en su propia lectura, comparten un mismo espacio físico y, sobre todo, anímico de calma e intimidad.

O al menos eso me parece. Porque al igual que ocurre con un libro, quien mira una obra de arte lo hace siempre bajo un prisma personal y único.
No sigo con la lista para no alargarme demasiado. Me pareció, en todo caso, interesante mostrarles algunas de mis pinturas favoritas de entre las 30 de esta linda selección que encontré por casualidad. Por cierto, hay tantos más cuadros sobre libros y lectores dando vueltas por ahí, así es que les dejo el encargo de contarme si ven alguna pintura contemporánea de este tipo. Me pregunto si habrá alguna de lectores de tableta.
Título: L’Art de Lire, De la Renaissance au XXe siécle
Fecha de edición: 2016
Editorial: Editions Artlys, Paris
ISBN: 978-2-85495-631-3
Número de páginas: 71