
¿De dónde nos viene el gusto por la lectura? ¿Se hereda, se adquiere o se nace con él? ¿Se “respira” en la casa, se aprende de un maestro o nos llega por pura casualidad, gracias a un libro que nos enganchó en un momento crítico? Yo diría que es un poco de todo, pero me atrevo a afirmar que, en la mayoría de los casos, nos contagiamos con este bichito desde niños y que siempre hay una persona clave a quien agradecerle que nos enamoremos de los libros.
En mi caso, esa persona es mi papá y, sí, adivinaron que todo este preámbulo es una buena excusa para hablar de él, porque hoy cumple 80 años y se merece un homenaje. Así es que, permítanme esta entrada más personal de lo que suelo escribir en mi blog, pero pienso que viene absolutamente al caso, ya que precisamente su título “El gusto de leer” se lo debo a él.
Si con mi madre aprendí a amar la música, mi papá me enseñó a disfrutar de la lectura. Aprendí a leer con el Silabario Hispanoamericano -¡horror, estoy revelando mi edad!- pero mis primeros pasos en la literatura los di zambulléndome en las aventuras del Pato Donald y sus sobrinos y riendo con las rabietas del Tío Rico que tan bien retrataba la revista “Patolandia” que mi papá me compraba religiosamente apenas salía a la venta en quioscos. “Condorito” era otra infaltable, sobre todo cuando leíamos juntos los chistes y él imitaba a Pepe Cortisona o le hacía voces a Garganta de Lata.
Crecí en una época sin pantallas -salvo la del único televisor en blanco y negro de la casa, que transmitía a partir del medio día-, pero no creo que esa fuera una condición suficiente para abrazar la lectura; basta ver que muchos niños de aquella época hoy no son adultos lectores, y también conozco niños actuales que, pese a tanta pantalla disponible, son ávidos consumidores de libros. En mi caso, leer era una experiencia entretenida que desde temprana edad asocié con buenos momentos con mi padre; a veces incluso no hacía faltar leer, bastaba que me contara algún cuento antes de dormirme, para inculcarme para siempre el gusto por una buena historia. Fue así como recién en la secundaria me di cuenta de que, sin saberlo, ya había “leído” una buena parte de “Don Quijote de la Mancha”, ya que las desventuras de la princesa Micomicona y las aventuras de Sancho en la Insula Barataria habían sido relatos frecuentes de mi padre en esos días de infancia.
Más grande, además de las historietas, comencé a leer libros y la serie de “Papelucho” de Marcela Paz encabezó el ranking, al igual que los Misterios y Aventuras escritas por Enid Blyton. Con doce años ya devoraba gruesos volúmenes de variados temas y los recreos pasados en la biblioteca del colegio con mi mejor amiga, buscando nuevos títulos para leer y comentar, eran prueba de que el bichito de la lectura ya estaba sólidamente implantado.
Mi papá ya no me contaba cuentos antes de ir a dormir, pero me recomendaba y regalaba libros que él había disfrutado de niño y que luego comentábamos. Gracias a él me enamoré de Charles Dickens, y recuerdo que cuando me regaló “David Copperfield”, dos volúmenes empastados en cuero verde que aún guardo, me dijo que me envidiaba por estar a punto de leer y gozar por primera vez esta magnífica obra. Y tenía razón.
De él también recibí “Los tres mosqueteros” y, como me gustó tanto, me regaló luego toda la saga de Alejandro Dumas: “Veinte años después” y “El Vizconde de Bragelonne”, que narra hasta la vejez de los cuatro amigos. Arthur Conan Doyle y las aventuras de Sherlock Holmes también las conocí gracias a él, así como las profundidades de Dostoyevski en “Los Hermanos Karamazov”, que quizás no habría leído a no ser por lo mucho que mi padre hablaba de él, lo cual agradezco.
Como buen lector, también a él le gusta escribir y a mediados de los años 90 nos sorprendió a todos con la publicación de dos libros que reunían una serie de artículos en los que relataba con mucho humor y amenidad escenas de la vida diaria y profesional, las que aprovechaba para reflexionar sobre temas más profundos. Ambos son piezas importantes en mi librero y me encantaría que siguiera escribiendo para aumentar la colección.
Con el tiempo, yo fui desarrollando mi propio gusto en lecturas y aportando a la discusión, porque hasta el día de hoy seguimos hablando de libros con mi padre y recomendándonos mutuamente nuevos autores. Cada vez que nos visitamos, las maletas van y vienen cargadas de tanta lectura intercambiada. Por él conocí hace poco a escritores como Sándor Márai, por ejemplo, o Emmanuel Carrère cuyo libro “El Adversario” me regaló y comenté recientemente en este blog.
A veces los gustos no coinciden, pero lo entretenido es conversar sobre libros, comentarlos, incluso discutir amigablemente. La lectura genera vínculos; a quién no le ha ocurrido de conocer a alguien y descubrir que leímos el mismo libro, con lo cual pasamos a conversar como si nos conociéramos desde siempre. Con mi padre, pienso que el vínculo generó el amor por la lectura y con el tiempo, la lectura nos ha dado un elemento más -entre muchos otros- para seguir desarrollando el vínculo, convirtiéndose así en un círculo virtuoso.
Por eso y por mucho más, ¡Feliz cumpleaños, papá! Gracias por transmitirme el gusto de leer y que los años que vienen traigan muy buenas lecturas y ricos encuentros donde poder compartirlas.