Esas complicadas criaturas de cable y hueso

McEwan
«Machines Like Me», Ian McEwan. Editorial Jonathan Cape (2019). 306 paginas. ISBN: 978-1-787-33166-2

Año 1982. En una realidad alternativa, el Reino Unido ha perdido la guerra de las Malvinas, los Beatles acaban de lanzar su último álbum y Alan Turing -el gran matemático inglés que descifró en 1944 el código Enigma de los alemanes y aceleró la victoria de los aliados- no se suicidó en 1954 sino que goza de excelente salud. Gracias a sus investigaciones en inteligencia artificial, se ha desarrollado una tecnología capaz de producir robots de aspecto absolutamente humano, de los que se acaban de lanzar a la venta 25 “individuos”: 12 Adanes y 13 Evas. Son caros, pero Charlie Friend, un antropólogo y nerd de la electrónica, que vive al tres y al cuatro de lo que le dan sus transacciones en línea, decide gastarse la herencia que le dejó su madre y comprarse un Adán (Adam), cuya personalidad programará a medias con Miranda, su joven vecina de quien está enamorado.

Dos humanos y un robot, un triángulo complicado pero que a cargo de la pluma de Ian McEwan, el laureado y versátil escritor británico, se transforma en una entretenida e interesante novela, “Machines Like Me” (2019), que aborda problemas humanos actuales, así como cuestiones inquietantes sobre el futuro.

No será la primera ni la última vez que leamos un libro sobre inteligencia artificial y robots de aspecto humanoide. El tema viene dando vuelta por décadas, con Isaac Asimov (1920-1992) a la cabeza como uno de los autores más influyentes entre quienes se han dejado inspirar por esta idea, loca en su época -años 50-, aunque no tanto hoy en día. Puede que no sea una idea original, pero McEwan acierta a darle una vuelta de tuerca adicional con maestría literaria, planteando preguntas interesantes de plena actualidad. Mal que mal, y tal como lo ha dicho antes el autor, los libros de ciencia ficción, más que del futuro, tratan realmente del presente.

A diferencia de los robots de metal y tuercas de Asimov, los de McEwan tienen un aspecto perfectamente humano. De piel suave y movimientos fluidos, están diseñados a la perfección para realizar todo lo que un común mortal es capaz de hacer, desde desmalezar el jardín hasta hacer el amor, además de poseer una habilidad de procesamiento de información con la que un humano no podría ni soñar. Tanta perfección, sin embargo, llegará a complicar la vida de Charlie, quien, a poco andar, se habrá arrepentido de su compra. Adam se ha enamorado de Miranda, le escribe haikus y amenaza con destruir su vida junto con la de su amada.

Como ocurre habitualmente en las novelas de McEwan – en especial “La Ley del Menor” (2015), “Expiación” (2002), “Operación Dulce” (2013) y “Cáscara de Nuez” (2017)- los problemas que enfrentan sus protagonistas tienen siempre un trasfondo moral. Por variada que sea la temática aparente, ésta se transforma en una buena excusa para explorar esa línea a veces tenue que separa la mentira del secreto y este de las verdades a medias, o para ahondar en el dilema entre lo perfecto y lo posible, tan propio de decisiones morales complicadas, donde no existe una salida óptima, sino que solo un mal menor.

En su más reciente novela, “Machines Like Me”, esto ocurre, por ejemplo, ante la realización, a medida que avanza el relato, de que Adam tiene consciencia de sí mismo, es decir que reflexiona introspectivamente, siente y sufre como lo haría si fuera de carne y hueso. Tan sofisticada es la tecnología que lo ha creado. Es un proceso gradual, lo que hace del robot un personaje rico y muy bien logrado dentro del relato.

La dificultad para los protagonistas humanos de esta historia está en convencerse de ello, porque no es algo evidente, por mucho que Adam afirme que sufre y siente. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros solo puede estar seguro de su propia consciencia y hacemos acto de fe en que nuestro prójimo también la posee. De ahí a suponer, sin embargo, que un robot la tiene es un salto mayor que finalmente el mismo Turing da en la novela, al decir con todas sus letras: Adam es “sentient”, consciente. (Nótese el guiño al “test de Turing”, diseñado -en la realidad- por el científico en 1950 para saber si una máquina tiene vida mental/piensa como un humano o no).

El problema con una máquina pensante con consciencia de sí misma es que genera el dilema moral de si es permitido comprarla, venderla o controlarla y ni hablar de destruirla una vez poseída. En la novela, nada prepara a Charlie y Miranda a enfrentar esta disyuntiva; se trata de un “gadget” un aparato tecnológico más, lanzado al mercado con gran publicidad y cada cual tendrá que vivir con sus consecuencias. ¿Suena familiar? Por ello es que no sorprende que la pareja la maneje de manera bastante torpe e improvisada.

Y no es para culparlos, ya que vivir con Adam no va a ser fácil. Podrá traerles grandes ganancias monetarias gracias a su inteligencia superior que hace de él una fantástica máquina de ganar plata en el mercado de valores en línea, pero su visión de lo justo, lo verdadero y correcto amenaza con arruinarles la vida. El robot no soporta las contradicciones inmanentes en ciertas decisiones que tanto Miranda como Charlie han tomado por razones que ellos como humanos creen justificadas y quiere obligarlos a revertirlas. No digo más para evitar spoilers.

Los eventos se suceden rápidamente en la novela y no darán tiempo a que la pareja pueda filosofar sobre el asunto. Hará falta que venga Alan Turing, nuevamente, a explicar en un largo monólogo la gran falla en la concepción de estas máquinas. El problema con Adam -así como con el resto de los Adanes y Evas del libro, según explica el científico resucitado literariamente por McEwan- es que si bien son los campeones del procesamiento de datos y poseen un desarrollado sistema de aprendizaje automático que los hace inteligentísimos, no son capaces de comprender la inteligencia humana ni nuestro proceso de toma de decisiones. No entienden cómo nuestros principios se ven deformados por el “campo de fuerza de nuestras emociones, por nuestro sesgos y prejuicios, por nuestro autoengaño”. Y si ni siquiera los humanos que los crearon sabemos cómo funcionan nuestras propias mentes, será difícil que ellos nos comprendan y que puedan vivir con nosotros.

McEwan explora de manera creativa el tema de la mentira -con todas sus áreas grises- en las relaciones humanas y el enigma impenetrable que ello significa para un androide. Porque no se ha inventado aún el algoritmo para esa mentirilla blanca que evita ofender a un amigo, ni menos para aquellas mentiras más grandes como aquella de la que se acusa a Miranda. Por ello es que será complicado para la pareja de humanos en la novela enfrentarse a un robot que no solo se sabe más inteligente, sino que además está convencido de su superioridad moral, ya que literalmente se ha aprendido de memoria códigos y normas y pretende aplicarlas a la letra. La vida, sin embargo, es más complicada que eso y, en definitiva, estas máquinas no saben elegir entre dos males, el menor.

La lógica robótica de Adam es coherente con su programación. Lo que no me pareció muy entendible en la novela es por qué el robot no aplica el mismo celo para combatir aquellas contradicciones humanas en el extremo del espectro, aquellas vergonzosas e inexplicables que enumera el personaje de Turing: amamos la naturaleza, pero la destruimos; millones de personas apenas subsisten en la pobreza cuando habría suficiente para todos; genocidios, torturas, abuso de niños y niñas, entre otros eventos que nos horrorizan, pero que, sin embargo, permitimos que sigan ocurriendo. En vez de combatirlos, muchos Adanes y Evas en el libro optarán por el suicidio.

Iba a esperar a leer esta novela una vez que se tradujera al español, pero la he leído en inglés, ya que me apuraba hacerlo antes de una interesantísima charla a la que tuve oportunidad de asistir hace unos días en Londres. En ella, Ian McEwan conversó con el profesor de Robótica Cognitiva de Imperial College London, Murray Shanahan, sobre la interacción entre ficción y hechos en materia de inteligencia artificial. Fue una conversación muy entretenida, donde ambos reconocieron que existe una influencia mutua entre literatura y ciencia.

Durante el intercambio, se ahondó en la diferencia entre inteligencia y consciencia y quedó claro que robots como Adam están lejos aún de existir en la realidad. Hoy vivimos rodeados de máquinas inteligentes, autos que se manejan solos, Alexa o Siri que nos asisten con todo tipo de información y programas como Deep Mind o más recientemente AlphaGo que han derrotado a humanos en juegos de salón, sin embargo, no se avista en el corto plazo la posibilidad de creatividad artificial en términos generales.

¿Componer haikus? Quizás, pero -como dijo Charlie a Miranda- ¿novelas, poemas, guiones? “olvídalo. Es imposible para una máquina reproducir la experiencia humana en palabras y transformarlas en estructuras estéticas.” ¿Demasiado optimismo de parte del protagonista? Como sea, al menos por ahora, ¡escritores y artistas, pueden estar tranquilos!

Espero que “Machines Like Me” no tarde en ser traducido al castellano, pero animo también a los “anglo-lectores” que se lancen a sus páginas. Vale la pena.

 

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